En 2016, la película Spotlight ganó el Oscar a mejor dirección. Aquella cinta, a grandes rasgos, trataba sobre un equipo de periodistas del Boston Globe que buscaban revelar un espeluznante entramado de abusos perpetrados por curas católicos en Massachussetts. Arriesgando bastante, los periodistas logran desenredar una gran maraña de violaciones y encubrimientos culposos al interior de la institución religiosa.
La historia no es ficción: ocurrió en 2001, cuando el Boston Globe hizo públicas las denuncias de abusos en la Iglesia. Entonces parecía que la institución hoy liderada por Francisco estaba viviendo una de las crisis más grandes de su vida en Estados Unidos. Pero hoy, la historia se repite.
Hace apenas un par de días, la Corte Suprema de Pensilvania (Estados Unidos) publicó un informe donde se señala que más de 300 sacerdotes son culpables de haber abusado sexualmente a más de mil niños y niñas, sólo en ese estado.
Los desgarradores reportes hablan de manipulación mediante alcohol o pornografía, y cuentan que algunos de estos chicos y chicas debieron masturbar a sus agresores sexuales, aguantar manoseos de parte de los mismos e incluso soportar violaciones vía genital, anal u oral. Las víctimas eran en su mayoría niños.
Hoy se han acumulado más de mil testimonios terribles, historias profundamente desgarradoras y que son herederas forzadas de una especie de degenerada tradición extendida por más de 70 años en seis diócesis del estado. Las repetidas violaciones a los indefensos infantes ocurrieron “mientras altos funcionarios eclesiásticos tomaban medidas para encubrir lo ocurrido”.
La crudeza de los abusos: “una revisión de cáncer”
Las acciones que describe el informe son horrorosas. Entre la crudeza de las historias, hay algunas que han resonado bastante por ser especialmente terribles. Los fieles han quedado impactados.
Erie es una ciudad ubicada al noroeste de Pensilvania, donde el padre Chester Gawronski buscaba momentos para quedarse a solas con menores. Al comienzo los acariciaba sexualmente y cuando los niños le preguntaban qué hacía, el respondía con total frialdad que se trataba de una “revisión de cáncer”.
En 1997, una larga lista de querellas contra el cura se presentaron a la diócesis: de las 41 víctimas, 12 aseguraban haber pasado por esa “revisión de cáncer”. Gawronski estaba acorralado y lo sabía, así que decidió confesar y pedir ayuda a la Iglesia, quien le dio la posibilidad de ir moviéndose de parroquia en parroquia. Así, permaneció cinco años más en actividad en el cuerpo clerical, hasta 2002.
Durante todo ese tiempo, su identidad se mantuvo protegida mientras le asignaban lugares nuevos cada cierto tiempo. Mientras lo cambiaban de un lado a otro, ninguna autoridad eclesiástica se preguntó siquiera si en su nueva parroquia habría logrado cometer abusos nuevamente.
Otro de los párrocos más reconocidos del estado, Michael Lawrence, entró un día a la oficina del monseñor Anthony Muntone y le hizo una confesión que dejaría impactado a cualquiera: “Por favor, ayúdeme”, pidió, “abusé sexualmente de un niño”.
Pero el monseñor Muntone ni se inmutó y, en silencio, tomó su bolígrafo y anotó la confesión en un memorándum confidencial. Unos días después, la diócesis haía decidido perdonar al cura por su abuso, escribiendo incluso que probablemente a la víctima ni siquiera le había importado mucho serlo.
“Esta experiencia no será necesariamente un trauma terrible para la víctima. todo lo que la familia necesitaba es una oportunidad para ventilarlo”, decía la resolución.
Lawrence continuó en la Iglesia varios años, bajo el mando de tres obispos diferentes.
El sacerdote Raymond Lukac era un hombre intachable y devoto. Al menos así lo parecía para muchos. Pero en las sombras, Lukac mantenía relaciones sexuales con una joven de 17 años que resultó embarazada. El intachable padre estaba más preocupado de su imagen que de la muchacha. Por ello, la engañó diciendo que se casarían: falsificó la firma de un pastor en un acta de matrimonio y, luego de que la joven diera a luz, él mismo tramitó los papeles para el divorcio.
Lukac estaba en un hoyo que él mismo se había cavado y del que difícilmente podría escapar. Había manipulado a una menor de edad para que tuviera relaciones sexuales sin protección con él, habían engendrado un hijo, y se había casado y divorciado en un par de días.
Cuando las acciones del padre se hicieron públicas, la Iglesia le permitió mantenerse ahí pese a todo, mientras su diócesis le buscaba una nueva residencia. Las autoridades de su parroquia buscaban, según escribieron en un comunicado, a “un obispo benévolo en otro estado dispuesto a aceptar al depredador y esconderlo de la justicia”.
“Un jugueteo”
Joe Pease se había obsesionado con un chico de su iglesia. Desde que el menor entró en la adolescencia hasta que cumplió 15 tiernos años, fue su única víctima. El mismo cura había admitido a funcionarios de su diócesis que alguna vez entró a la rectoría y había encontrado desnudo al muchacho. Pero había procurado aclarar que sólo se había tratado de “un jugueteo” sin intención sexual.
La diócesis creyó (o decidió creer) todo lo que el hombre les decía. “Por ahora estamos en un impasse: son alegatos y no admisiones”, escribieron en uno de los memorándums confidenciales donde relataron los hechos.
A Pease se le trató como si hubiera sido una especie de víctima: fue enviado a un retiro con terapias dictadas por la Iglesia. Al poco tiempo después, lo hicieron regresar y siguió ejerciendo como pastor otros 7 años.
Según el informe, un grupo de “al menos cuatro curas depredadores” había establecido vínculos emocionales con un grupo de infantes y los usó como vehículo para abusar de ellos de las maneras más violentas. Uno de ellos fue obligado a pararse desnudo en una cama de la rectoría, donde lo hicieron posar como cristo para el placer de los curas.
El niño fue fotografiado en aquella pose, y las imágenes pasaron a engrosar la colección de pornografía infantil que los curas habían armado a lo largo de años y que compartían con varios funcionarios eclesiásticos.
“Comparto tu dolor”
El sacerdote Thomas Skotek pertenecía a la diócesis de Scranton, un lugar donde el jurado nombró a 59 hombres como responsables de abusos sexuales a menores. En particular, Skotek violó a una joven y la embarazó. Luego, el mismo sujeto arregló todo para obligar a la chica a hacerse un aborto.
Apenas el obispo James Timlin supo de la situación, le escribió una afectuosa carta a Skotek. “Este es un momento muy difícil en tu vida y me doy cuenta de lo amargo que es esto. Yo también comparto tu dolor”, le decía al sacerdote. El mismo Timlin jamás se dignó a escribirle algo a la chica que había sido violada y obligada a abortar clandestinamente por Skotek.
EL procurador general del estado, Josh Shapiro, aseguró que estos casos “demuestran claramente que hubo un abuso corrupto y desmedido. El patrón fue de abuso, negación y encubrimiento”. Este modo de operar, demuestran los archivos revelados, es algo ya instaurado en esta sede de la Iglesia. Y, viendo el actuar en otros casos similares alrededor del mundo, es una práctica común dentro de la institución religiosa.
Lo peor para Shapiro es que es casi seguro que no todas las víctimas ni culpables estén presentes en ese informe. Es probable que no todas las víctimas hayan denunciado, por miedo al poder de la Iglesia encubridora, y que más de algún sacerdote violador ande libre para conseguir nuevas víctimas.
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